El reloj de Cuco (Historiopsodia)

Estaba agobiado por el tictac de aquel trasto, que sobresalía y se colgaba, sin inmutarse, en el cuarto de mi habitación. Era, un pequeño armatoste, que me habían regalado hace unos años. Pero yo, ni me había fijado en él… y hasta el momento, ni lo había puesto a funcionar. Intenté ponerlo en hora, pero… me resultó difícil.

Ese reloj, no utilizaba números… solo letras con una colocación enigmática. No sabía bien, la posición en que tendría que colocar esos hierros, que parecían querer decir las horas y los minutos.  Yo miraba mi muñeca, donde se encontraba mi reloj, en el cual, era mucho más sencillo reconocer la hora. Esos números a los que estaba acostumbrado… y no a letras (moví mi cabeza de lado a lado). Letras que no estaban ni estarán ordenadas. Mi reloj estaba incrustado en mi piel (literal). Cuando lo miraba se iluminaba para darme la hora… las ocho y cuarenta y ocho y once segundos… las ocho y cuarenta y ocho y doce segundos… las ocho y cuarenta y ocho y trece segundos...

El artilugio, que me tenía desubicado, era un reloj de pared. De esos, que cuelgan con un pájaro apresado por las patas, que, con una especie de muelle, le empuja a salir de detrás de una puerta (según decían), en las horas en punto. A mí, me obsesionaba controlar el tiempo y, cada dos por tres, miraba la hora en mi reloj digital… las ocho y cuarenta y nueve y tres segundos… las ocho y cuarenta y nueve y cuatro segundos… El aparato era de madera, en color caoba, y tenía forma de casita de montaña. Casitas de las que hoy, por desgracia, ya no quedan, porque todas las zonas de montaña están degradadas, sin vegetación, ni fauna… solo tierra árida. Mi abuelo me contaba que, esas montañas, tenían unos colores prodigiosos para la vista… hoy, casi todo, son colores apagados… De nuevo, volví a agachar la cabeza… las ocho y cuarenta y nueve y cuarenta y siete segundos… las ocho y cuarenta y nueve y cuarenta y ocho segundos… las ocho y cuarenta y nueve y cuarenta y nueve segundos. 

Empecé a clavar mis ojos en el objeto que allí colgaba… lo iba observando de abajo hacia arriba:

Tiene, como dos plomadas que cuelgan hacia abajo desde una cadena plateada, y una barra metálica, que va oscilando de lado a lado. Su movimiento, es el que hace ese sonido tan desagradable… ese tictac… ese tictac que se mete en mi cabeza y menea todo mi cuerpo. Otra vez, mi mirada buscó de nuevo mi reloj… las ocho y cincuenta y veintiún segundos… las ocho y cincuenta y veintidós segundos… las ocho y cincuenta y veintitrés segundos… las ocho y cincuenta y veinticuatro segundos… 

En el medio del susodicho, hay una esfera, con letras talladas simulando una extraña formación. Nada más tiene tres letras del abecedario: íes (I), uves (V) y equis (X). Las tres en mayúsculas, son letras con trazos engordados. La i, es regordeta en el palo y tiene como unos pies y un sombrero. La uve, tiene regordete el lado izquierdo y es un triángulo isósceles invertido, sin raya en la base para cerrarlo. En la parte superior, las dos terminaciones, también tienen sombreritos y el vértice… ¡cómo no!... y sus zapatitos. La equis, está mucho más trabajada. Tiene el palito que va desde abajo inclinado hacia la izquierda, también engordado, y el otro, el que va, desde arriba hacia abajo, inclinado hacia la izquierda, es más fino. Cada extremo tiene sus zapatos y sus sombreros… las ocho y cincuenta y cuarenta y cuatro segundos… esta vez, bajé y subí rápidamente mi cabeza...

Hice un descanso, para contarme una historia, que relataban mis padres, sobre civilizaciones anteriores que utilizaban códigos de letras, simulando números… y parece con certeza… que si me encontraba ante ese hecho. 

Yo solo veía letras asignadas en un orden circular difícil de leer y entender. La verdad… no encontraba coherencia a esos símbolos… y eso me empezaba a estresar. No poder controlar el tiempo de forma fidedigna, hacía que mi cuerpo notara un nerviosismo bastante desagradable… las ocho y cincuenta y uno y veinticinco segundos… las ocho y cincuenta y uno y veintiséis segundos… las ocho y cincuenta y uno y veintisiete segundos…

Comencé a observar las letras y su colocación… las ocho y cincuenta y uno y treinta y dos segundos… las ocho y cincuenta y uno y treinta y tres segundos… y empecé a examinarlo: 

Arriba una equis con dos íes… (mi cabeza empezó a divagar) “Parece que es el que más valor tiene…. Supongo que debe ser semejante a las doce…. No es el que más letras tiene… es verdad…. pero por su colocación lógica, en lo más alto y centrado… uhmmm… parece tiene que ser el veinticuatro…. Aunque, solo tiene doce posiciones… ¿Dará dos vueltas al día?...” . Después de divagar durante unos segundos, seguí, con mis dos luceros, observando el artilugio.

Me fijé que, del centro de la circunferencia, y enganchados, había como dos palos de metal. El ritmo con el que se movían esos dos cuerpos simples plateados, es descompensado. Uno parece que avanza más rápido… el más largo. El otro se mueve lentísimo… es más acortado. Acto seguido, volví a fijarme en esas runas que me tenían obsesionado. Hacia el lado derecho empezaban a desfilar íes. A la derecha, de la equis y dos íes, una i mayúscula solitaria, aunque en un rango inferior y un poco inclinada, de arriba hacia la derecha. Le seguían dos íes, más inclinadas y, también más a la derecha y más abajo que la i solitaria. Las que están más a la derecha, son tres íes. Las tres íes están completamente tumbadas, horizontales, son tres líneas acostadas. Por debajo y, empezándose a mover hacia la izquierda, se situaban cuatro íes. Es, la única vez, que aparecen cuatro íes juntas. Igual a las anteriores tienen un grado de inclinación y empiezan a verse boca abajo. Parece puede tener una cierta lógica, pero… ¿por qué no siguen con las íes? cinco, seis, siete ¡es más sencillo!... Vuelvo a clavar mi mirada en mi brazo… las ocho y cincuenta y tres minutos… las ocho y cincuenta y tres y un segundo… las ocho y cincuenta y tres y dos segundos… las ocho y cincuenta y tres y tres segundos...

Mi cabeza no dejaba de darle vueltas y vueltas al por qué. Para mí, no tenía ninguna lógica. Estaba necesitado de un descanso o iba a enloquecer, pensaba un poco angustiado… las ocho y cincuenta y tres y seis segundos… la ocho y cincuenta y cuatro y catorce segundos… Se me había ido el santo al cielo sin darme cuenta... las ocho y cincuenta y cuatro y diecisiete segundos… ¡Había pasado un minuto, sin tener consciencia de ello! ¿En que estaría yo pensando? 

Decidí continuar desencriptando el maldito jeroglífico.

No encontraba ninguna explicación lógica, y seguía pensando que no había nada de coherencia en la colocación, pero… continué. Después de cuatro íes, por debajo, y más a la izquierda, casi boca abajo, se sitúa una uve. ¿No sé qué pintaba una uve ahora?... ¡Yo no entendía nada!... Nuevamente bajé mi vista buscando desesperado mi contador de tiempo… las ocho y cincuenta y cuatro y cincuenta y cinco segundos… las ocho y cincuenta y cuatro y cincuenta y seis segundos… Y yo dilucidaba y me decía con tono enojado… enojo que sentía en mi propia voz, con la que me hablaba: solo he visto, a lo largo de mi vida, relojes analógicos, de esos que, con números, de los de verdad, te dan la hora, de una forma sosegada, tranquila, sin tener ese tictac tan estresante… 

Mis ojos volvieron a mirar hacia el extremo inferior de mi brazo… las ocho y cincuenta y cinco minutos y nueve segundos… las ocho y cincuenta y cinco y… De pronto, volví a alzar mi cabeza y fijar mi mirada en el trasto allí pegado a esa pared. La siguiente posición, situado en vertical con la equis y las dos íes, a la izquierda, por debajo de la uve, y el que más abajo está, era una uve seguida de una i mayúscula y ¡estaba boca abajo completamente!… gire mi cabeza y la puse boca abajo, para cerciorarme de que se trataba de una uve, y seguí con mi tarea y mis vacilaciones, volviendo la mocha a su estado original…  ¿las íes serán las unidades? Yo, como siempre, buscando una explicación, lo más lógica posible a esta situación… las ocho y cincuenta y cinco y cuarenta y seis segundos… las ocho y cincuenta y cinco y cuarenta y siete segundos…

En los siguientes posicionamientos, la uve se repite, y se van añadiendo íes… de forma automática mi testa se inclinó… las ocho y cincuenta y seis y cinco segundos, las ocho y cincuenta y seis y seis segundos... uve y dos íes, uve y tres íes, y cada uno de ellos boca abajo, pero inclinándose para ponerse cada vez más horizontal, además de estar en una ubicación un poco más a la izquierda y en orden ascendente.

A cada nueva ubicación, aumentaba mi desconcierto. ¡Ahora comienzan las equis!… las ocho y cincuenta y seis y diecinueve segundos… las ocho y cincuenta y seis y veinte segundos… Una i mayúscula y una equis, del mismo tamaño, situado en horizontal con las tres íes. Ahora la i mayúscula se coloca debajo de la equis (supongo porque están en horizontal, la i parece la cama de la equis). ¿A quién se le habría ocurrido esa distribución? ¡que desconcierto! Los dos hierros que salían del centro y paralelos al muro donde se sujetaba el armatoste de madera, parecían indicar algo. Una de las varillas metálicas, la más corta, se situaba marcando el lugar del i mayúscula y la equis. No estaba completamente en horizontal. Le falta todavía un poco para llegar a esa ubicación. La otra varilla, la más larga, estaba situada entremedias de la equis y una i y la equis y las dos íes. No exactamente entremedias. Ahí advertí que, entre cada ubicación había cuatro rayas separadas, perfectamente, por un espacio igual. La varilla más larga, estaba situada en la tercera posición empezando por la equis y dos íes… las ocho y cincuenta y siete… las ocho y cincuenta y siete y un segundo… las ocho y cincuenta y siete y dos segundos... 

Una persona, tan tranquila como yo, estaba siendo casi superado por tres insignificantes letras desordenadas, que parecía iban teniendo algo de relación. Volvía a dudar de nuevo, si seguir o dejarlo, por culpa de la ansiedad que me provocaba, el dichoso monstruo inanimado. Mi cuerpo decidía abandonar, pero mi cabeza se negaba. Así que, seguí adelante con precaución, para no sufrir una crisis, que me llevará a perder los nervios, de forma literal. 

Ahora sí, que iba entendiendo el funcionamiento, después de comprobar que mi reloj de muñeca estaba sincronizado con ese aparato que me había traído de cabeza, hasta ese momento. De esta manera, cada tic, movía un segundo y cada tac, movía el siguiente. Así, supongo, podría estar, el reloj de pared, eternamente… las ocho y cincuenta y siete y cincuenta y ocho segundos… las ocho y cincuenta y siete y cincuenta y nueve segundos...

Ya, sin tanto reparo, continué con las letras… o números… o ¡lo que, diantres, se fueran! En el próximo enclave había una equis solitaria inclinada, de izquierda a derecha. En el próximo, el palito, la i, ha adelantado a la equis y, tanto la equis como la i se van levantando al unísono. Y por fin, llegué a la equis y dos íes… las ocho y cincuenta y ocho y quince segundos… Acababa de dar la vuelta a una circunferencia de letras y letras que se estaban apropiando de mí. Por fin, acabé de detallar en mi cerebro e intenté hacerme una imagen lógica, de lo que, a mí, me resultaba tan irracional.

Tras acabar, tan ardua tarea, fijé mis ojos en la puertecita que se encontraba por encima de la circunferencia. Fui, con cautela, a abrir esa puertecita colocada encima de ese círculo infernal. Una puerta con una manecilla diminuta, que abrí con dificultad, con mis dedos, pulgar e índice, de mi mano izquierda… y miré mi reloj… las ocho y cincuenta y ocho y cuarenta segundos… las ocho y cincuenta y ocho y cuarenta y un segundos… las ocho y cincuenta y ocho y cuarenta y dos segundos… Mi mano derecha, acompañada por el resto de mi brazo, parecía quería proteger mi rostro, por si el pajarito que se encontraba preso, tras esa puerta, decidía salir con fuerza a picar mi nariz. Abrí la puertecita, sigilosamente, con precaución y observé a ese pajarito. Nos miramos los dos a los ojos. Pareciera que me pidiera, con su mirada, tan asustadiza como la mía, que le dejará escapar. Este pajarito, de la familia de los Coculus Canorus (después del suceso indagué, para saber más de aquella linda ave, que ya se había extinguido, como la mayoría de especies en este desangelado planeta). Tenía un pico corto y curvado, de los que parecen que están dispuestos a atacar en cualquier momento, cuando está uno despistado. Sus ojos eran enormes. Uno a cada lado, con un color amarillento por fuera y negro azabache en su interior. Su plumaje era de colores apagados: cabeza y cuerpo en tonos grises y alas bien pegadas al cuerpo en un color ceniza. Su cabeza gris tormenta y sus alas negras oscuridad. Parecía que ese pájaro llevará allí, una eternidad. Sus ojos estaban tristones, aunque su mirada se tornaba endurecida. Quizá, por el tiempo encerrado, en ese espacio tan reducido y al que solo dejan salir una vez a la hora.

Después de observarnos unos segundos… las ocho y cincuenta y nueve y veinte segundos… las ocho y cincuenta y nueve y veintiún segundos… las ocho y cincuenta y nueve y veintidós segundos… que se hicieron, como si cada segundo fuera una hora, cerré con cuidado la puertecita, sintiéndome culpable por volverle a encerrar… seguí observando tan extraño objeto. Estaba asombrado y, a la vez, algo atemorizado con tan cruel descubrimiento. 

Se iba acercando la hora en punto, en la cual, el Cuco, como le apodé, tenía que salir a cantar… las ocho y cincuenta y nueve y cuarenta y cinco segundos… las ocho y cincuenta nueve y cuarenta y seis segundos… Yo, no dejaba de darle vueltas a la crueldad de tener a un pajarito apresado, simplemente, para que dieran las horas en punto. Todo, porque el ser humano se ha acostumbrado a tratar como objeto cualquier cosa, ya sea, con vida o sin ella. Las ocho y cincuenta y nueve y cincuenta y tres segundos… las ocho y cincuenta y nueve y cincuenta y cuatro segundos… las ocho y cincuenta y nueve y cincuenta y cinco segundos.

No resistía ver a Cuco allí encerrado. De pronto pensé: ¿Y si aprovecho, cuando Cuco salga, para dar la hora en punto, y le pego un porrazo, a este maldito cacharro, para que él pueda volar libremente? Y así hice. Busqué, con mi mirada, por toda la habitación un objeto contundente. En la esquina, había una maza de gran tamaño… las ocho y cincuenta y nueve y cincuenta y nueve segundos… era la hora… justo, cuando sonaba el tac de las nueve, se abrió la puerta. Yo golpeé, con todas mis fuerzas, ese aparato que, me había desquiciado toda la mañana… las nueve… las nueve… las nueve… y miraba el reloj de mi muñeca y seguía marcando la misma hora… las nueve… las nueve… Mi reloj no avanzaba. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, …las nueve… las nueve… las nueve… mientras Cuco desaparecía. Había dejado una estela de cenizas y hollín… las nueve… las nueve… Cuando alcancé a mirar por la ventana, vi como ese pájaro, de colores tristes, se había convertido en un ave, con todos los colores del arcoíris. Cantaba un sonido tan hermoso que, el tiempo, se había detenido para escucharlo… las nueve… las nueve… las nueve… 

Yo, al igual que el tiempo, me detuve a disfrutar tan maravillosa tonalidad, tanto de colores como de sonsonetes… Cuco cantaba una melodía armoniosa, que hacía que mis oídos se abrieran para poder escucharle mejor. Estaba tan ensimismado con el canto de la prodigiosa avecilla que, cuando quise percibir de nuevo la hora, me quedé asombrado… las dieciocho y treinta y nueve y treinta y ocho segundos… ¡No podía creerlo! Seguí con la mirada fija en mi reloj y me froté los ojos… las dieciocho y treinta y nueve y cuarenta y dos segundos… las dieciocho y treinta y nueve y cuarenta y tres segundos… Estaba alucinando… me pellizqué… miré hacia donde estaba, el Cuco colorido, y éste, sin esperarme… había desaparecido… las dieciocho y cuarenta minutos y un segundo. 

Vidda rrobada
 

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